sábado, 13 de diciembre de 2008

Silencio.


Me gusta asomarme en mi ventana en los días lluviosos. Me relaja después de un mal día y (seguro) una peor noche. Me gusta observar cómo se mueven los árboles. Hipnóticos. Cadenciosos. Cómo pasan los coches por la avenida. No hay descanso para los cuatro ruedas. No pueden parar en estos días de lluvia, de viento, de cristales empañados y amaneceres rotos. Ahí abajo hay un niño que pisa un charco, su madre le regaña pero es que son tan apetecibles... ¿Recuerdas cuando pisábamos los charcos? Pero lo que más me divierte es La Revolución de los Paragüas. Intentan liberarse de las manos que los retienen dándose la vuelta cada diez segundos, consiguiendo así mojar (y desesperar) a su ingenuo dueño. Pero algunos mueren y son abandonados en alguna papelera de la ciudad. Pobres. Olor a tierra mojada. El viento lanza las gotas de lluvia contra el cristal. Se aplastan. Resbalan. Luchan entre ellas para ver quién es la primera que llega al marco de la ventana. Me gustan estos días. Días tranquilos, silenciosos y perezosos, días fríos que invitan a buscar cobijo y compañía. Me encantan. Creo que me quedaré asomado un ratito más. Tal vez supere mi récord.

1 comentarios:

Blogger vb ha dicho...

Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la
barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente
creí reconocer una imprecación de walkyria.

J.C

17 de diciembre de 2008, 22:36  

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